Reflexionar sobre familia, inclusión y participación, implica sin duda hacernos cargo de las múltiples formas de agrupamiento familiar, una construcción que se manifiesta en las relaciones diversas que se establecen al conformar nuevas formas de familias y el sistema socio educativo.
Existe un mito socio-cultural: la amenaza de un futuro oscuro para los hijos e hijas, que nacen o se constituyen en grupos familiares que salieron de lo establecido. Atrás quedó la definición tradicional por la que la familia se constituye un “agrupamiento compuesto por un hombre y una mujer unidos en matrimonio, más los hijos tenidos en común, todos bajo el mismo techo”. El prototipo de familia en la que el hombre trabaja y consigue los medios de subsistencia y la mujer se queda en casa al cuidado de los hijos/as, ha dejado de tener validez, dando paso a nuevas formas de convivencia (familia nuclear, troncal, extensa, monoparental, reconstituida, agregada, etc.)
Esta diversidad en las formas de agrupamiento familiar se da también en las relaciones que se establecen entre las familias y el sistema socio educativo. La familia es la unidad colectiva natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a recibir protección de ésta y del Estado.
Para que una persona pueda desenvolverse adecuadamente en la sociedad, es necesario que cuente primero con la posibilidad de ser incluido en un proyecto familiar. Es por lo que se hace necesario que, desde el momento en que un nuevo integrante forma parte de la familia, tomemos conciencia que es un ser humano en constante cambio y que con sus características y capacidades personales debe aprender a desenvolverse en el mundo, aportar a la sociedad y desarrollarse como una persona autónoma, con capacidad de decisión y sujeto de derechos.
Para que una familia sea inclusiva es preciso revisar las propias creencias y mitos que van construyendo nuestras actitudes, en especial frente a algunos grupos de personas, y que afectan el comportamiento que tenemos hacia los propios integrantes de la familia. Establecer normas y límites, pues crecer implica aceptar que durante toda nuestra vida tenemos que enfrentarnos con lo que necesitamos y no tenemos, o no podemos, y esas carencias serán motor para la búsqueda y el esfuerzo. Formar en la máxima autonomía posible en cada etapa de la vida, partiendo del reconocimiento de lo que pueden ofrecer los demás como primer paso para hacer por uno mismo todo lo que sea posible en cada momento, eligiendo, experimentando, exponiéndose al fracaso y aprendiendo a elaborar las frustraciones, a fin de contribuir en la construcción de autonomía. Buscar los apoyos necesarios (con otras personas o redes de personas, objetos o servicios) que respondan a las necesidades particulares para asegurar el desarrollo de capacidades, incremento de la autonomía, participación en la vida social y el alcance de metas personales. Los apoyos construyen solidaridad, concepto importante en una sociedad inclusiva. Promover una autoimagen positiva, considerando las fortalezas y necesidades de cada uno. Garantizar la participación de los integrantes de la familia en la vida y en las decisiones familiares, respetando la postura y opinión de cada uno.
La mayoría de las familias no pueden asegurar por sí solas el futuro de sus hijos. Los padres y madres tienen conciencia de que ha entrado en crisis el modelo social de familia tradicional y con éste, el modelo de educación. Muchos se encuentran desconcertados, desasistidos y sin saber qué hacer. No resulta extraño, por tanto, que la demanda de las familias para resolver los distintos ejes de tensión que sufren en su seno, relacionados con la transmisión de normas, la autonomía de los hijes, la facilidad o dificultad de socialización de cada miembro, los reproches de la pareja, la libertad y la autonomía de cada uno, etc. pongan sus esperanzas y reivindicaciones en el sistema educativo.
Todo hace pensar que se deposita en esta relación con la escuela las esperanzas para que otro se haga cargo de los cuidados de niños/as. En ese contexto surge un fenómeno doloroso: la exclusión. Son muchos los padres cuyos hijos/as/es son etiquetados como distintos en su ambiente socio educativo y el niño/a en cuestión es un individuo minusvalorado y en muchos casos se producen mecanismos de exclusión. El problema no consiste en que algunos sean diferentes, por su raza, su cultura o su sexo, sino que las diferencias se consideran de forma negativa e incluso se destacan excesivamente, en vez de considerar la diferencia como un tema a conversar y trabajar las posibilidades de aprender, tomando esas diferencias como el punto de partida para iniciar nuevos procesos de convivencia.
Las familias diversas están descubriendo nuevos caminos de participación junto a sus hijos e hijas en el mundo que les rodea, y del cual forman parte. El deber de los padres y madres, o de solo alguno de ellos, es involucrarse en cada aspecto de la educación y desarrollo de sus hijes, desde el nacimiento hasta la edad adulta.
Reconocer e involucrar a los padres y madres como influencia primaria en la vida de sus hijes, hace la diferencia. En un espacio de nuevas formas de ser y estar, podemos valorar el núcleo familiar, cualquiera sea su configuración, apostar a educar y socializar a estos adultos, en la entrega de afectos y herramientas de vida a sus hijes, entendiendo que es la sociedad en su conjunto la que participa del desarrollo humano de nuestros niñes.
Un gran desafío es educar en igualdad de valor y contra la violencia por motivos de orientación sexual e identidad de género en nuestras familias. Muchas veces -a pesar de que formalmente damos por bueno que las personas seamos diversas, únicas e irrepetibles-cuando nos encontramos con personas que tienen formas de ser o de comportarse “diferentes” nuestra reacción puede que no ser coherente con esa idea. Dicho de otra forma, en ocasiones, cuesta aceptar a las personas que son, o que parecen, diferentes a nosotras o nosotros.
Lo curioso es que si hay un rasgo que nos caracteriza precisamente a todas las personas, y es el hecho de ser diferentes unas de otras. Somos diversos por naturaleza. Por tanto, ¿por qué nos cuesta entonces tanto asumir esas diferencias si son las que nos definen? Una razón puede ser el miedo a lo desconocido, a lo que no se ve o a lo que estamos poco habituados. Reaccionamos con incomprensión ante lo que desconocemos. Pasa y ha pasado en otros ámbitos, como por ejemplo las razas o las religiones. Sin embargo, en esas cuestiones, en mayor o menor medida y con altibajos, se han ido aceptando, pero con lo sexual aún queda mucho camino. Ante el hecho de la diversidad en torno a lo afectivo-sexual, las madres y padres tenemos (exagerando) tres opciones. La primera de ellas: negarla y, de forma indirecta, sancionarla. La segunda: tratarla como una “anormalidad” que requeriría de tratamiento. Y, finalmente: asumir esa diversidad y esas diferencias como parte del hecho sexual humano, y, por tanto, como algo posible en el proceso de desarrollo y crecimiento de nuestras chicas y chicos. Esta tercera es, sin lugar a dudas, la perspectiva que asumimos como propia y que consideramos la más adecuada para lograr el bienestar de las niñas y los niños. La atención a la diversidad afectivo-sexual debe entenderse como otro tipo de diversidad más a la que habría que atender desde la familia, y desde el entorno más cercano. El papel de las familias, la actitud que los padres y madres adoptemos ante la diversidad afectivo-sexual será una de las cuestiones más relevantes de cara a conseguir que las niñas y niños, sean felices, y que se sientan a gusto consigo mismos.
Esa actitud, en buena medida puede evitar que escondan su condición por miedo a ser rechazados, discriminados e incluso agredidos. Sabemos que, a pesar de la existencia de leyes para evitar la discriminación y propiciar la igualdad y el respeto ante la diversidad sexual, lo cierto es que, es algo que en la realidad aún viven muchas chicas y chicos. No hay recetas ni magia, tampoco oscuridad ni misterio. Lo que tenemos es la infinita posibilidad de construir desde familias diversas y participativas, con escuelas responsables e inclusivas y organizaciones de la sociedad civil dispuestas a acompañar este recorrido donde se corran los velos, para que algo nuevo pueda suceder. Familias que educan desde la participación en el amor incondicional.